Hay dos sentencias muy recientes, ambas condenatorias, dictadas por la Sala
II del Tribunal Supremo, una en única Instancia, resolviendo la Causa Especial
20716/2009, y la otra el Recurso de Casación 1624/2010, procedente del Tribunal
Superior de Justicia de Andalucía (Sede de Granada) relativas a la prevaricación
judicial, que es, sin duda, el peor de los males que pueden aquejar a la
justicia. Ambas sentencias, en nuestra opinión, bajo el crisol de la
hermenéutica legal, son inobjetables. Ontológicamente ejemplares, sin caer en
amaneramientos doctrinales de la teoría. Atrás en el tiempo, no en el recuerdo,
quedarán los “tejemanejes” de los precursores, los jueces Lavernia y Penalva, y
los atropellos de su colega el esclarecido Estivill, paradigma de la golfería,
que llegó nada menos que a ocupar, con ayuda del pujolismo, mullido sillón y
confortable despacho en el Consejo General del Poder Judicial.
El delito de prevaricación judicial lo comete el juez o magistrado que a
sabiendas de su injusticia, por imprudencia grave o ignorancia inexcusable,
dictase una resolución injusta o se negase a juzgar sin alegar causa legal, o
alegando oscuridad, insuficiencia o silencio de la ley o que cometiere retardo
malicioso en la administración de justicia. Es, sin duda, el más repugnante
delito que puede cometer quien asume la, al parecer, augusta función de
juzgar.
La “madre del cordero” acaso se concentra en la pregunta “¿qui custodet
custodes?”, pues quienes tasan la responsabilidad de los jueces y
magistrados acusados de prevaricación son otros jueces y magistrados; no es el
Tribunal del Jurado quien les exige cuentas del uso – o abuso- que han hecho del
enorme poder que el pueblo, de quien traen su legitimidad, puso en sus manos.
Este delito produce alarma social, desconfianza e irritación social. Temor a
caer en manos de un juez prevaricador. El pueblo no confía plenamente en la
resolución que puedan tomar los compañeros de escalafón pues, como dicen los
maestros sufíes, las aves del mismo plumaje vuelan juntas. No resultaría ocioso
estudiar que jueces y fiscales sean juzgados por el Tribunal del Jurado por los
delitos cometidos en el ejercicio de su función.
Decía Platón en “LA REPÚBLICA” que si se habla mal de la
injusticia no es porque se tema cometerla, sino porque se teme ser víctima de
ella. Uno de los aspectos más acusados del legalismo español lo constituye,
históricamente, la desconfianza respecto al juez, procurando que este sea un
mero ejecutor y no pueda intervenir con su supuesta parcialidad. El refranero
español le dedica a la Justicia y a sus servidores recuerdos tales como la
maldición gitana de “pleitos tengas y los ganes” y “más vale un mal arreglo que
un buen pleito”.
En el Derecho histórico español, los jueces eran privilegiados oficiales
reales, pues una de las primeras manifestaciones del poder real era la Justicia.
Para controlar a quienes desempeñaban funciones jurisdiccionales, se estableció
el “Juicio de residencia” (Partida III, 4,6) que
establecía que el juez real en el mismo acto de posesión debería obligarse, bajo
fianza, a permanecer en el lugar en que ejerció el cargo durante los cincuenta
días siguientes al cese, haciendo dar pregón cada día, al objeto de responder a
las reclamaciones y responsabilidades derivadas del ejercicio de su función. El
propósito era muy loable. Ignoramos cual sería la efectividad del sistema, pero
tenemos la seguridad que la medida no complacía a los jueces, pues, en algunos
casos, deberían sentir pavor al resultado de ese juicio, como sin duda le
ocurrió a Albar Rodríguez de Escobar, Corregidor de Murcia en 1.423 que,
amparándose en la obscuridad de la noche, se marchó de la ciudad para evitar el
“juicio de residencia”. No sabemos si el tal juez sería aquel a
quien se refiere Quevedo en “Los Sueños” que estaba en los infiernos lavándose
continuamente las manos por lo mucho que se las había pringado en la otra
vida.
Mucho más duro contra la prevaricación judicial que el Rey Sabio fue
CAMBISES, rey de los Persas, de quien se cuenta que hizo desollar vivo a un juez
por haber prevaricado y mandó cubrir un asiento con su piel ordenando a un hijo
del condenado, que también estaba encargado de administrar justicia, que se
sentara en aquel asiento mientras impartía justicia. Parece que el hijo fue un
juez ejemplar. ¡Como para no serlo!
Es lo que tiene Mila, los jueces en España no imponen justicia, sólo escuchan la voz de su amo. Cuando se trata de temas de Estado como el nuestro.
ResponderEliminarMientras eso no cambie, que no sean los políticos los que eligen a los jueces (y por tanto están a su servicio), y no sea el Estado quién les pague, si no una Asociación independiente, esto no va a cambiar.
Gracias por tu información Mila. Particularmente, no creo para nada en la justicia.
ResponderEliminarCon la piel del trasero de estos impresentables nos podríamos hacer unos cojines para esperar sentados a que cambie este panorama horroroso...¿O podría ir adelante una demanda?? CM
ResponderEliminarElvira se lamenta
ResponderEliminarNo se me negará que leyendo los lamentos como los proferidos por los comunicantes anteriores en sus respectivos comentarios, no cunde el desaliento en el ánimo de quienes de una forma tangencial si se quiere, estamos vinculados profesionalmente más que a la justicia, a sus administradores. Pero es que ese sentimiento de recelo hacia esa sagrada función que tiene ya más de doscientos años de recorrido, está generalizado e implacablemente extendido como aceite derramado entre los ciudadanos, porque fueron ellos, los mismos jueces, quienes con las actitudes escoradas de unos, y el cascabeleo de otros, propiciaron el rechazo y la crítica escéptica de los sufridores de sus devaneos.
Y no les falta ni un ápice de razón a quienes ponen en duda la rectitud e imparcialidad de la que deberían hacer gala desde su magisterio, por sus ya tantos y tantos despropósitos cometidos por esos togados y puñeteros servidores.
Elvira
Siempre oí hablar mal de jueces y abogados, pues en la Andalucía profunda y rural de aquellos tiempos tanto unos como otros estaban a la orden del poder. Por eso anhelábamos tanto aquella democracia de la que algunos hablaban de hurtadillas. Pero ha aquí que llegamos a esa anhelada democracia, no sin manifestaciones y carreras delante de los “grises” para hoy ver que seguimos más o menos igual.
ResponderEliminarDesde el primer día de la intervención de las filatélicas pensé mal del “bobo maligno” de ZP, luego esta desconfianza se fue extendiendo hacia sus secuaces tanto en el poder legislativo como en el judicial hasta llegar al pleno convencimiento que somos víctimas de unos corruptos. Y por más que algunos digan o piensen que no hay que generalizar, no llevan razón alguna, porque el corrupto está con la ayuda de los demás. ¿Luego quién se libra? ¡NADIE! Ni corona, ni poder legislativo y por supuesto menos que ninguno el poder judicial. Pues la razón de ser de estos últimos es IMPARTIR JUSTICIA con equidad y no prevaricar y golfear como hacen algunos con el beneplácito del “patio”.